Ayer estuve ejerciendo de turista en mi propia ciudad. Me armé de cámara e ilusión y me fui con mi familia a visitar el Palacio real de Madrid. Hice la correspondiente cola bajo el sol y me dejé dirigir por una guía que nos contó lo más interesante que hay que conocer sobre este palacio.
Visité la real armería y la farmacia. Recorrí los salones oficiales y las habitaciones privadas. Estuve en el Comedor de Gala y en el Salón del Trono. Admiré las bóvedas pintadas por Tiépolo y los retratos hechos por Goya. Observé la variedad de ambientes y decoraciones: la Sala de Porcelana, el Salón de Espejos, decoraciones barrocas, rococó y chinescas...todo ello excelentemente cuidado y en estado de uso. Una magnífica visita que me ha sorprendido gratamente y que me ha dejado un gran recuerdo.
Pero, aparte de lo que de positivo ha tenido la visita en sí, aparte del interés del palacio, ha sido divertida esa sensación de sentirte turista en tu propia ciudad. Ese dulce abandono de las preocupaciones diarias que sentimos en los viajes, esa forma diferente de contemplar una ciudad y sus tesoros que envuelve al visitante y que, con frecuencia, olvida aquel que habita la ciudad, consumido por prisas y rutinas que no le dejan apreciar y gozar de los tesoros que tan cercanos tiene.
Hoy he vuelto a la rutina y mañana tendré que acudir a mi trabajo pero, de momento, nadie me puede quitar 'lo bailao', la feliz experiencia vivida y, sobre todo, la posibilidad de, cualquier otro fin de semana, enfundarme de nuevo la cámara y la ilusión y volver a convertirme, por unas horas, en turista en mi ciudad.
Mundo Azul
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Hace 3 meses